Tales of Mystery and Imagination

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Norberto Luis Romero: El banquete del señorito



El hombre obeso se enjuga el sudor de la frente y exige a sus criadas que lo abaniquen con más ímpetu: ¡Inútiles!, les recrimina. ¡No servís para nada!
Adormecido en la hamaca, bebe sorbetes helados de limón y resopla. Su espíritu mezquino le señala que no debe olvidar decirle a la gobernanta que él y su venerable madre están antojados de cenar niño una de estas noches.
La gobernanta se desvive cumpliendo su deber, lleva cuarenta y cinco años sirviendo en la casa; desde que el señorito era un niño que gateaba. Ya entonces era una criatura rolliza que señalaba las alacenas con un dedo en alto y se enrabietaba si no satisfacían sus caprichos. Suspira por su señorito, pero también tiene conciencia de que ya no es como antes, que ella ha perdido las fuerzas y el ímpetu de la juventud, y conformar los deseos del señorito se le hace cada día más cuesta arriba, sobre
todo desde que falleció la señora madre.
La gobernanta se sorprende esta vez del antojo, pero oculta su confusión y se limita a obedecer. Baja a las cocinas y ordena a dos de los criados más fuertes que acudan a la ciudad a buscar un niño para la cena, y procuren que no sea hijo de campesinos ni estibadores, porque la carne de los que trabajan
duro con los músculos es correosa, imposible de ablandar.
A los criados se les ilumina el rostro cada vez que la gobernanta les pide un espécimen humano. Los de buena familia son los mejores porque son tiernos y bien alimentados, y fáciles de cazar pues tienen costumbres disipadas y nocturnas, además frecuentan los arrabales donde no hay vigilancia ni policías. Es sencillo embaucarlos y abatirlos cuando van borrachos y hartos de sexo, basta un golpe seco en
la nuca con un mazo y meterlos en el carro cubiertos de heno, pero esta vez ella ha dicho un niño, y nunca antes han dado caza a un niño.

¿Un niño?
Sí, he dicho un niño, afirma ella, desafiante, remarcando la falta de límites de su autoridad. Ellos no preguntan, sólo obedecen; es su trabajo.
Una vez a solas, ambos hombres se preguntan cómo conseguir un niño de buena familia y rollizo, que circule por los arrabales a altas horas de la noche.
Tendremos que cazar uno mugriento y flaco, dice uno de ellos. Uno de esos rapaces que deambulan por las puertas de las iglesias pidiendo limosna y alimentándose de sobras y basura.
¿Quieres que ella nos mate o nos eche a la calle?, pregunta el otro.
Dime, entonces, ¿qué hacemos?
Conseguir como sea a ese niño.
Al cabo de la cuarta noche, cuando creían imposible su cometido, y al borde del abatimiento, los criados divisan en la negrura del arrabal nocturno la figura de un niño rollizo a la puerta de una taberna, pero al acercarse a éste dispuestos a abordarlo descubren que se trata de un enano, y que va borracho
como una cuba. Ambos se miran y la mirada les basta para fraguar un acuerdo, si le cortan la cabeza ni la gobernanta ni el señorito se darán cuenta. Una botella de ron es el señuelo efectivo y en un descampado próximo lo abaten de un golpe en la nuca, le cortan la cabeza y lo cargan en el carro, dentro de un saco de yute.
La gobernanta lo examina, conforme con las carnes exquisitas, rollizas y tiernas, aunque mugrientas, y no sospecha nada, pero le llama mucho la atención el tamaño y aspecto del sexo del niño, los ensortijados pelos oscuros que lo coronan.
Sí que se dio prisa el mocoso en desarrollar lo que más le conviene, como hacen todos esos ricachones de la ciudad, se dijo. Manda a las cocineras que lo laven, lo abran en canal, lo vacíen y le arranquen los pelos esos que afean la mejor parte, la más sabrosa de los niños. Y éstas no pueden ocultar las risitas cuando ven el sexo formidable del pequeño, sus rotundos testículos.
Mientras tanto, la gobernanta rebusca entre las recetas acumuladas en un cajón del trinchante aquella que se adapte a este ingrediente insólito, que si bien se inscribe en el rubro de las carnes rojas, duda entre considerarlo cabrito, lechón, conejo o ternera. Por fin se decide por: LECHÓN A LA CANELA RELLENO DE CODORNICES, CON GUARNICIÓN DE MANZANAS E HIGOS FRESCOS
Tacha cada vez que aparece la palabra lechón y agrega encima con lápiz de tinta la palabra niño:
INGREDIENTES:
Un niño eviscerado y sin cabeza
50 gramos de aceite de oliva
12 manzanas ácidas
12 higos negros grandes
5 zanahorias grandes
4 cebollas
200 gramos de mantequilla fina
1 vaso de brandy
½ vaso de vino blanco seco
Canela
Una pizca de jengibre
Pimienta negra
Una ramita de tomillo
Sal a gusto
¿Jengibre? Tal vez no queda y deba mandar a un criado al pueblo. Deja el lápiz y se encamina a la alacena, abre las puertas con la llave maestra y rebusca entre los frascos de especias.
Resopla aliviada cuando descubre en un rincón un saquito lleno del condimento necesario, donde una descolorida etiqueta anuncia su procedencia jamaicana. Deja la alacena expedita pues las cocineras no tardarán en poner manos a la obra y retoma su labor de escribiente:
PARA EL RELLENO:
3 codornices
¼ kilo de pan rallado
Dos cebollas grandes
½ kilo de almendras
Tres dientes de ajo
Un ramito de perejil
5 huevos
½ vaso de leche
50 gramos de nata líquida
Pimienta
Sal
Las sirvientas ayudantes de la cocinera van poniendo en la extensa mesa de roble todo lo necesario: boles, cuchillos afiladísimos, espumaderas, cazos, sartenes, etc., y se burlan disimuladamente, con miradas cómplices y risitas solapadas, de la lengua de la gobernanta, cada vez más azulona.
PREPARACIÓN DEL RELLENO:
En una sartén se sofríen las dos cebollas cortadas en cubos hasta que estén transparentes. A continuación se añaden las codornices
previamente deshuesadas y salpimentadas, hasta que se doren un poquito en la superficie. Se agrega un chorrito de vino blanco, una ramita de tomillo, y se dejan cocer a fuego lento unos 15 minutos.
Una vez hechas se apartan.
En un recipiente se mezclan el pan rallado con los huevos previamente batidos, se agrega el ajo, el perejil y las almendras, todo picado muy fino, el medio vaso de leche, la nata, pimienta y sal a gusto, hasta obtener una pasta consistente y homogénea.
PREPARACIÓN DEL LECHÓN:
La gobernanta vuelve a mojar la punta del lápiz de tinta con la lengua, tacha lechón y la sustituye por niño:
Salar el niño por fuera y por dentro, rellenarlo con la pasta previamente elaborada a la que se agregarán las codornices, compactarlo todo muy bien para que no queden bolsas de aire, y coser el vientre del niño con hilo de algodón encerado. Colocarlo en una fuente previamente untada de aceite de oliva, sobre una base abundante de cebollas cortadas en rodajas no demasiado finas. Untarlo pródigamente de mantequilla con una espátula y espolvorear la canela de manera uniforme por toda la superficie. Vaciar el corazón de las manzanas y poner en su interior un chorrito de vino blanco, un higo y una pizca de jengibre.
Espolvorearlas con el azúcar. Colocar las manzanas alrededor del niño y rodearlas con las zanahorias cortadas en rodajas de un centímetro.
Introducir la fuente en el horno a 230 grados durante aproximadamente dos horas y media. Durante el horneado ir agregándole cucharadas con la mezcla de vino blanco y brandy. Evitar siempre que el fondo de la fuente se reseque.
No servir excesivamente caliente.
Corregida la receta, la gobernanta se la entrega a la cocinera y sus ayudantes, que aguardan con sus blancos y largos mandilones ante la mesa, y les ordena que pongan manos a la obra.
Y no quiero cuchicheos ni risas, les advierte.
Unas se dirigen rápidamente a la huerta por las verduras, otra afila los cuchillos, una dispone el horno con leña de encina, otra enjuaga la mesa de mármol en la que habrán de abrir el niño para quitarle las tripas. Ella, personalmente, se encargará como siempre de los condimentos y de proporcionarle el
toque maestro.
Dos criadas jóvenes lo vacían hábilmente, apartan las vísceras y le preguntan si deben cortarle el sexo o no.
¡Ineptas! Eso es lo más sabroso, ni se os ocurra, les responde, fastidiada.
El señorito aparece en ese momento en la cocina pues quiere ver por sí mismo cómo es el niño que han cazado para su cena.
Es rollizo y muy sano, le indica la gobernanta adelantándose con el niño abierto en canal y sangrante en sus brazos.
¿Qué habéis hecho con el corazón?
Está aquí, señor, dice la cocinera, señalando la entraña que reposa como un enorme rubí en un cuenco de loza blanca.
Bien, bien… Lo comeremos mañana encebollado y al vino de Madeira.
Es cuando el hombre gordo repara en el sexo del enano, se lleva ambas manos a la boca para ahogar su sorpresa y exclama:
¡Ohhhh!, bocatto di cardinale. Le arrebata el enano de los brazos a la gobernanta y hunde la cara en la entrepierna del despojo: ¡Humm! ¡Humm!
La gobernanta y la cocinera sonríen, felices de que al señorito le guste tanto la pieza que le están preparando con tanta devoción. Mientras, él se ha extraviado en la delicia de chupetearle el sexo al enano con fruición, sorbiéndole los testículos a medias trasquilados, haciendo bailar con la lengua el pene flácido en el interior de su boca: ¡Humm! ¡Humm! ¡A mi adorada madre le encantará esta delicia!
Las sirvientas festejan con aspavientos la glotonería, y ante el último comentario, se miran de soslayo y hacen muecas de asco a sus espaldas.
En cuanto el señorito abandona las cocinas, satisfecho, la gobernanta ordena a todas que dejen de hacer el ganso y se pongan a trabajar. Y mientras unas chamuscan los pelos del enano y arrancan los cañones a las codornices, otras disponen las cazuelas y fuentes, otras se ponen a picar las cebollas, el ajo y el perejil y a batir huevos. Trabajan con tal entusiasmo que todo lo salpican de huevo, vierten el pan rallado por el suelo, se queman los dedos en la llama, se hieren las manos con los cuchillos y todo lo embadurnan de sangre.
Al cabo de unas horas, el aroma que escapa del horno se desplaza por las habitaciones de la extensa planta baja y por el hueco de las escaleras asciende hacia los dormitorios y la salita donde el señorito se entretiene recortando figuras de una revista francesa de imágenes galantes bien subidas de tono. Las recorta, las pega con engrudo sobre cartón, vuelve a perfilarlas y, poniéndolas de pie, forma dioramas de lupanares en las casas de muñecas que tuvo en su bien provista infancia, pues jamás le faltaron juguetes, adquiridos a los más renombrados jugueteros. El exquisito aroma le hace sonreír y relamerse, levanta la vista de su entretenimiento y comprueba la hora que acaba de sonar en el reloj de péndulo: son las siete. Cuando marque las ocho bajará al comedor con su querida madre.
La gobernanta hinca en un muslo del enano un pincho y examina si está bien hecho por dentro. Unas gotas de sangre espesa y roja escapan del orificio.
Le faltan unos minutos, murmura. A continuación corta el dedo meñique de un pie para comprobar el sabor. Desgarra con los dientes la exigua carne que recubre las falanges y con los ojos vueltos hacia arriba aprueba, llena de vanidad.
¡Exquisito!
Y a continuación ordena que dispongan el comedor con la mejor vajilla y cubiertos de plata.
Confirmadas las ocho campanadas, el hombre gordo deja de recortar figuras, baja al comedor y se sienta a la mesa con gran apetito. Relamiéndose, espera que lleguen los platos. En el extremo opuesto de la espaciosa mesa, los criados han sentado a su anciana madre: una momia apolillada y quebradiza, engalanada de raso negro y collares de perlas, con la faz y las manos revestidas de una capa de cera. A una campanilla que agita la gobernanta, entran las sirvientas con las bandejas de plata. Al señorito se le van los ojos tras los manjares bellamente guarnecidos y se le hace agua la boca.
Querida madre, hoy cenaremos tu manjar predilecto, dice dirigiéndose a la disecada señora que preside el banquete, a la par que alza la copa de vino.
Las criadas depositan las bandejas en el trinchante, se retiran, y la gobernanta sirve el primer plato, consistente en una crema fría de espárragos con trufas, de la que el hombre obeso apenas se lleva a la boca dos cucharadas pues se reserva para el manjar principal, según se lo hace constar a su querida madre.
Y en respuesta a la muda o tácita pregunta de ésta, le responde con entusiasmo: ¡Niño a la canela!
Y vuelve a alzar su copa.
Desde un rincón discreto, con las manos cruzadas sobre el regazo impecable del ligero mandil de holanda, la gobernanta observa satisfecha cómo el señorito saborea el niño horneado que ella preparó con tanto mimo. Lo ve relamerse, suspirar como si alguien, debajo de la mesa, le estuviera haciendo el
amor, observa cómo se reserva para el final los brillantes testículos y el pene churruscado. Entre un bocado y otro bebe un sorbo de vino, con los ojos cerrados para apreciar mejor las
afrutadas fragancias.
¡Ciruelas, retama, roble!, murmura paladeando.
Con el tenedor pincha un testículo y hábilmente lo separa del otro cortando a la mitad el escroto crocante.
¡Se deshacen en el paladar!, exclama, dirigiéndose a la gobernanta, que se lleva ambas manos al pecho, muerta de vanagloria.
Tras un largo trago de vino, el señorito arranca con los dedos el pene crujiente del enano, se lo lleva a la boca con arrebato místico y saborea la delicia que crepita entre sus dientes.
Suspira, eructa satisfecho, mira a la gobernanta con los ojos enrojecidos y cae profundamente dormido con la cabeza en el plato. Frente a él, a varios metros de distancia, su anciana madre permanece impasible, mientras las polillas la devoran por dentro.

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